No sólo es necesario educar sobre las potencialidades comunicativas de una persona que tartamudea, sino también sobre el rol del oyente en este proceso. Las personas con disfluencia o que tartamudean, presentan alteraciones en la fluidez del habla, que pueden incluir repeticiones de sonidos o palabras, uso de muletillas o bloqueos momentáneos acompañados de tensión muscular. Esta variabilidad del patrón de habla, es involuntaria y cíclica, y aunque puede trabajarse clínicamente, el entorno comunicativo juega un papel decisivo.
En la comunicación cotidiana, especialmente en contextos escolares, resulta esencial comprender la importancia de los tiempos de espera, los gestos de atención y el contacto ocular. Mantener una actitud de escucha activa, sin interrumpir ni completar frases, permite que la interacción sea más acorde a las posibilidades de la persona con disfluencia, para que pueda “fluir” a su ritmo. En cambio, los gestos de impaciencia, sorpresa o angustia del interlocutor suelen generar alerta y entorpecen aún más el habla.
Las personas que tartamudean no están nerviosas ni carecen de aire, sino que presentan un patrón motor que afecta ritmo, velocidad y continuidad del habla. Por ello, acciones como intervenir, terminar frases o evitar el contacto visual no ayudan, sino que resultan perjudiciales para su desarrollo comunicativo y emocional.
Es fundamental aprender a esperar, escuchar con calma, modular el ritmo y valorar lo que se dice más allá de cómo se dice. El llamado es a aceptar y validar la identidad de la fluidez, promoviendo espacios comunicativos donde todos podamos realmente “fluir”.
Claudia Figueroa León
Fonoaudióloga, Magíster en Desarrollo Cognitivo
Universidad Andrés Bello